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15 de Agosto de 2009 – El Espectador
El senador Cáceres junto a su madre, Elvira Leal, en Cartagena. Foto de El Espectador
Elvira Leal y su marido Francisco Cáceres llegaron hace 45 años a un lote gigantesco, pegado a la ciénaga de La Virgen y muy cerca del barrio Crespo, en Cartagena. El lote estaba abandonado y la tierra llena de los caracolejos que arrojaban los cuerpos de agua de la ciudad. La familia Cáceres Leal llegó con cuatro hijos y una docena de palos grandes y plásticos que sirvieron para improvisar una casa para protegerse de la lluvia. “Fuimos la primera familia que llegó para invadir todo este terreno”, dice Elvira Leal, mientras señala lo que hoy se conoce como el barrio San Francisco.
“Detrás de nosotros se vinieron otros y detrás vino la Policía. Nos sacaron a todos y nos mandaron a acampar a la cancha del estadio de fútbol. Allá nos metieron y duramos un año porque no teníamos adónde ir”. Las condiciones de la familia empeoraban con el paso de los días y no había dinero ni comida. Fue entonces cuando una tía materna les propuso a los esposos Cáceres Leal que le mandaran a uno de los hijos para criarlo: el escogido fue Javier, el segundo de los hombres, quien apenas tenía cinco años. Se mudó con su tía al barrio Santo Domingo, en el centro amurallado, y al año siguiente el pequeño tuvo su primer trabajo: monaguillo.
“El sacerdote de la catedral le pidió permiso a mi tía para que me dejara ayudarlo en las misas. Así me quedé por unos años hasta que me volé porque mi tía me pegaba mucho”, dice el hoy presidente del Senado, recordando que cogió un bus que lo llevó a recorrer todo el Caribe. “Fui embolador, mecánico, vaquero en Venezuela y boxeador en Turbo, donde casi me mata un rival pero me logré fugar antes de que el árbitro contara hasta 10. De tantas cosas que hice por pura necesidad, recogí algo de plata y me podía mantener solo. A mi mamá y a mi papá los sacaron del estadio y lograron construir su casita, que es donde vive mi mamá actualmente”.
Mientras andaba de pueblo en pueblo y de vez en cuando mandaba razones a la casa, su madre se dio a la tarea de organizar a los primeros pobladores del San Francisco. De tanto tocar puertas consiguió, con la junta de acción comunal recién conformada, ladrillos y algunas tejas para ponerlas en las casas y “evitar que el agua se nos metiera en épocas de invierno”, recuerda Elvira Leal, quien a sus 76 años y sentada en un mecedor en la terraza dice que de allí no saldrá jamás.
Mientras tanto, Javier seguía sin rumbo fijo, pero siempre con la idea de regresar a Cartagena y cuidar de sus hermanos menores, que estaban creciendo con muy poco dinero, y ayudar a su madre, quien se ganaba la vida lavando y planchando ropa. En una de sus tantas idas y venidas a visitar a su familia, cuando tenía algo más de 15 años, conoció a Malvi, la que hoy es su esposa.
“No había luz ni agua porque éramos un barrio de invasión y tocaba robar energía de donde se pudiera. Mi mamá, por ser líder en el barrio le daban un poquito más de luz. Entonces las vecinas se venían a planchar a la casa y un día llegó ella. Vivía a dos cuadras. Yo le dije que quería ser su novio y ya llevamos 35 años juntos”, cuenta el senador, al tiempo que recuerda la vez que su padre le dio una de las más grandes lecciones de su vida.
“Yo le dije a Malvi que nos fuéramos a vivir juntos y le pedí permiso a mi papá para que nos diera un cuarto en la casa, y me dijo que no. Me dio mucha rabia y salí a buscar trabajo. Me dieron uno de guía turístico y alquilé un cuartico, después arrendé una casa y lo primero que me compré, como buen costeño, fue un equipo de sonido. Luego fui amoblándola y el día que invité a mi papá, él entró y me dijo: la silla es tuya, la cama es tuya, el plato es tuyo, el televisor es tuyo. Pero si tú vivieras en mi casa, todo sería mío. ¿Te das cuenta?”.
Los fines de semana, con su esposa visitaban San Francisco y ayudaban a doña Elvira a organizar bazares y bingos para recoger plata y poder pintar las casas o conseguir tableros para el colegio. Fue entonces cuando se le ocurrió hacer campeonatos de fútbol, lo que le ocasionó una discusión muy fuerte con sus amigos del barrio: “Me decían que era cachaco, que aquí todo el mundo jugaba béisbol o practicaba boxeo. Y como mis abuelos eran cachacos, me tenía que aguantar. Yo jugaba béisbol, pero el fútbol también me gustaba. Al final terminamos todos jugando y haciendo campeonatos con nombres de los equipos de Bogotá, como Millonarios, mi favorito”.
Después de cada partido, al son de unas cervezas, armaban tertulias en las que participaba todo el mundo. “Se hicieron tan famosas que los políticos locales comenzaron a ir. Una vez me vio Álvaro Benedetti, un político de Cartagena, y me propuso que fuera concejal. Yo acepté y así empezó todo”. Siendo concejal, lo primero que hizo fue pavimentar las calles del barrio. Su lucha inicial por salir de la pobreza se transformó en buscar reconocimiento. Comentarios de todo tipo, buenos y malos, no han faltado, pero él dice no “pararles bola”.
En las calles de su barrio creen que es un héroe, en otras partes dicen que es un político que todo lo ha conseguido a punta de influencias y no de mérito. Hay quienes le dan valor al hecho de haber llegado tan lejos sin haber pasado por una universidad. Y también se dice que los contratistas le tienen pánico, que maneja la Procuraduría y la Fiscalía, que es amigo personal de varios magistrados, que habla muy mal de la alcaldesa de Cartagena, que no lo quieren los políticos jóvenes y que cambia de partido con extrema facilidad.
Los chismes de esquina hablan de que es generoso con su dinero, que no le niega a nadie un favor, que se siente orgulloso de su origen humilde y que trata por igual al Presidente y al zapatero. Por eso mismo será que doña Elvira, la primera líder cívica de San Francisco, no le cuesta trabajo creer que al matrimonio de su nieta Estela (hija única del senador) haya venido desde el Jefe del Estado hasta ministros y magistrados. Por su mente pasan los recuerdos de aquellas épocas angustiosas de extrema pobreza. Hoy sigue en el mismo sitio, cocinando sancocho los domingos, algo que, dice con voz firme, seguirá haciendo “aunque mi hijo sea el próximo Presidente de Colombia”.
María del Rosario Arrázola / Enviada Especial, Cartagena | EL ESPECTADOR